“Somos delincuentes, no estudiantes”

Hace un tiempo participé en una mesa de conversación sobre el conflicto estudiantil. Intervino también un representante de Filosofía de la U. de Chile y una estudiante de la UTEM, entre otras personas. A mí me tocó hablar como gestor cultural en el Centro Cultural Manuel Rojas, un espacio fundado bajo un espíritu libertario de la Educación, donde se promueve la autoformación y se ha forjado o intentado forjar Educación Popular. El hecho es que recuerdo preguntas que calan, que hierven, que interrogan por la miseria, que no tienen respuesta.

Publicado en www.revistaréplica.cl

Primero fue la intervención de la dirigente de la UTEM, que defendió con uñas y garras a sus compañeros: “Sí, nosotros somos los violentistas, los encapuchados, somos los que preferimos el caos a la politiquería y el ‘blablablá’, somos los universitarios pobres, somos los flaites que llegaron de puro esforzados a la ‘U’. Somos los discriminados de verdad, los que ponemos el pellejo, los que menos tienen que perder”.

Yo argumenté que no me parecía inteligente marcar diferencias dentro de un movimiento que necesitaba mostrar cohesión. Que tampoco estaba de acuerdo con encapucharse y romper o quemar autos porque al final lo que se legitima es la represión y el discurso de la derecha y los medios. Pero sí comprendía la fuerza de su marca identitaria. Porque la pobreza, universitaria o no, se anuncia sola, se huele. Y pobre es y siempre ha sido sinónimo de malhechor, de perro que muerde. Y uno que vivió en la propia universidad esas diferencias, fue de los becados, de los que llegaban a pata, también de los que compadecían o incluso hacían burla de otros, que eran mucho más pobres.

Al final, cuando ya se había abierto al público el diálogo, y parecíamos haber llegado a un estadio final de la discusión, una persona preguntó una cosa así como “¿Qué hacen ustedes para integrar a los flaites, a los cogoteros, a los que realmente están parados en las esquinas? ¿Qué hacen para que éste se sienta parte de esta lucha?”

Nada fácil, porque, claro, para responder eso es necesario quizás explicar un poco desde dónde es que uno no ha hecho nada, o ha hecho lo que ha podido hacer.

Es cierto que los que vivimos esta suerte de revolución, que con optimista grandilocuencia, algunos llaman la Primavera de Chile, nos habíamos acostumbrado, con rabia y escepticismo, a un adormecimiento colectivo prolongado por mucho tiempo. Primero porque teníamos demasiado encima el miedo a la represión, traumatizados por lo que la prensa llama “los horrores de la dictadura”; y en seguida porque cada intento de levantamiento nos había enfrentado a fracasos internos, mal resueltas las diferencias con nuestras propias (de)formaciones como cuadros, con nuestras biografías y sus cantos.

Todo se había renovado, todo se había traicionado. Cuando buscamos perder el miedo terminamos tratando de parar al cabeza de pistola encapuchado. Hasta que los encapuchados mismos cambiaron, se lumpenizaron, y ya no los pudimos parar, ni nos importó pararlos. Como dice una canción de Redolés: “A los pobres mejor dejémoselos a la UDI, total ya cambiaron sus conciencias por un horno microondas”. Sencillamente nos resignamos.

De esa resignación, de ese escepticismo al humor negro y de ahí a la insensibilidad o el prejuicio hay un paso pequeño. La poesía de mi amigo Pepe Cuevas habla de esos pendejos lumpen, que aúllan por zapatillas caras. Y tuve la suerte de hacerle clases alguna vez a esos mismos pendejos con cara de pocos amigos y quisca escondida en el antebrazo. Y conozco la suerte de varios profesores que los enfrentan a diario, armados de un cariño tosco, rudimentario, que a veces ni siquiera sirve para salvarse de amenazas y escupitajos.

Por eso hace años que, como una broma mala en los dos sentidos de la palabra, apenas veo a un joven vestido como característicamente se viste un flaite, digo “ahí va un delincuente”, “ahí va un cumita”. Y cruzo la vereda. (Y ella me ama menos cada vez que digo y hago eso, y yo por eso la amo más.)

Hablo entonces, como es evidente, desde mi experiencia como alguien que quemó todas las banderas cuando se dio cuenta de que ser de izquierda o ser de derecha en este mundo parece ya no significar nada. Pero claro, hay que hacer una diferencia: hay encapuchados que son cabros como los de la UTEM, sobre-ideologizados, anarquistas que leen la realidad con menos pies en la tierra incluso que los comunistas aquellos que sacaban el paraguas cuando llovía en Moscú. Cabros a los que en realidad urge hablar y convencer de que la vía armada ya fue.

Pero el problema se pone denso con los otros, con los encapuchados que rayan desafiantes “no somos estudiantes, somos delincuentes”. ¿Qué hacer con ellos? Me lo pregunto a cada rato, cuando la calle entra por los ojos y pide monedas. Y no soporto que nadie me venga a preguntar con tono de superioridad “qué hago o qué he hecho” por ellos, por ese lumpen, por ese perraje. Porque no creo que ir a un voluntariado de una semana como los alumnos del San Ignacio sea realmente hacer algo por los flaites. Tampoco estoy seguro de que irse a vivir entre ellos sirva. No se trata de evangelizar. Es demasiado más profundo.

Para hablar el mismo idioma no basta manejar el código, la sobrevivencia es mucho más que un lenguaje. Ya lo sabemos: estos pendejos se suman a estas movilizaciones exclusivamente porque ven en la turba una oportunidad de robar, de sacar algo inmediato y concreto para sí mismos, o de romper y sacar la rabia afuera y punto, porque no les interesa ya nada más que eso.

Nacieron donde nacieron y ya no les queda horizonte por mucho que los ministros de Mideplan o los privados o los gremialistas o las iglesias inventen fundaciones para superar la pobreza. Y entonces, quebrándome la cabeza, solo se me ocurre pensar que lo que hace falta es, aunque suene extemporáneo, generar conciencia de clase. Porque, ¿cómo es posible que hoy los pobres sean de derecha (aunque ni lo sepan) y que la gente de izquierda en cambio vaya al colegio La Girouette. ¿No era al revés? Pero filo, ya está. Ahora ¿cómo revertir la situación?

Para incluir al lumpen en la comunidad, para empatizar con el delincuente y hacerlo ciudadano, para que el encapuchado se quite la capucha y se sume a esta pelea que es también por sus derechos, hay un largo camino. Es un problema que hay que responder como sociedad, que debe enfrentarse desde el Estado. En lo personal, puedo decir, por decir algo, que estoy inscrito. Tarde pero me inscribí. Votar y participar en marchas no será la gran fuente de un cambio serio, pero lamentablemente la cancha está reducida de momento a eso. En este país no va a haber ni una revolución ni queremos un nuevo golpe de Estado. Será a través de alianzas y de negociaciones políticas y partidistas que se hagan las cosas. Así mismo llegó Allende al poder: respetando las normas del juego, por pencas que sean. Y para cambiar las normas del juego hay que hacerlo inteligentemente, dentro de las mismas normas del juego. Un desafío enervante, desesperante, etc.

El resto es hacer también y acaso con más ahínco, la política fuera de la cancha, donde la jugamos nosotros, los que no militamos y tenemos más sentido común que formación de cuadros; es hablar, compartir, enseñar y aprender. Combatir en cada espacio cotidiano el lenguaje del mercado, del dinero, del individualismo. No caer en el prejuicio fácil, evitar la ambigüedad traicionera del humor negro mal entendido. Rechazar los propios impulsos clasistas. Indignarse y agarrar a patadas al malnacido que sale con la “talla” del pitéate un flaite.

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