Juventud divino tesoro

publicado en www.revistareplica.cl

Los que pertenecemos a la llamada “generación bisagra”, que estamos entre los 30 y los 40, que vimos a nuestros padres pelear contra la dictadura y a nuestros tíos, primos y hermanas mayores caer o desaparecer en esa lucha, que los vimos ser derrotados, resignarse al triunfo moral o darse vuelta la chaqueta, que cuando tuvimos edad para combatir nos encontramos en el purgatorio del registro electoral, que nos vimos obligados a inventar colectivos con más mártires que héroes en sus filas, que terminamos cantando el aullido de Ginsberg abrazados por fin a ninguna y cualquier bandera, nosotros ahora, nos sentimos profundamente viejos, cuando vemos a estos jóvenes que se alzan como lo hiciéramos hace tan pocos años, les envidiamos la suerte, la esperanza, la limpieza. Y nos mordemos las manos y la boca para no decir palabra que vaya a sonar a viejo. Porque nuestro temprano escepticismo, nuestro cansancio prematuro, nuestras frustrantes experiencias, nos acercan tanto más a sus enemigos que a los amigos que necesitamos ser para ellos.

Me preguntaba un camarada calvo como yo, en qué minuto, cuándo y cómo es que pasamos a ser viejos. Si ayer no más marchábamos o tirábamos piedras, enfurecidos. Tan rápido. Ahora nos piden testimonios, contar lo que fue nuestra experiencia, el movimiento estudiantil en los 90s. Recorro liceos en toma, converso y oigo a los muchachos, a los profesores. Y reconozco que no entiendo nada. O sea, un poco, algo, más o menos. Pero tengo una ansiedad terrible, una sensación espantosa de barco a la deriva. Es lo que se me ocurre puede ser lo más parecido al priapismo: una excitación se prolonga demasiado y duele. Y claro, con la suprema inoperancia y la prepotencia bruta del enemigo en el gobierno, todo esto se acentúa. Pero yerro. No es solo el gobierno. Es la clase política toda, completa. Esos viejos de mierda. Y desde esa crítica, hasta a uno le alcanza el dardo. ¿Cómo se sale de ésta?


2 escenas

Ayer, jueves 6 de octubre, tras el fracaso de la mesa de diálogo, se desató una represión que, además de evocarnos las peores épocas, solo nos puede conducir a preveer una escalada de violencia. Hace poco menos de un mes hablaba yo de una “calma chicha” que entre el avión de Juan Fernández y los volantines, anticipaba una tormenta para fin de año. Creo que hemos comenzado a tener los primeros signos de ello. Eran las 7 de la tarde y en el barrio Yungay, los estudiantes de varios liceos en toma cortaban el tránsito en distintos puntos de la Av. Portales, con barricadas improvisadas. Carabineros llegó y con guanaco y zorrillo restableció el orden. Aproveché la ocasión para conversar con algunos estudiantes. Escuché sus reclamos, preocupado. Con ingenua vehemencia hicieron visibles sus fisuras internas, su precariedad organizacional, sus acusaciones mal fundamentadas. Me refiero al funcionamiento de las asambleas, las estructuras horizontales que uno tanto defendió en su momento. Me alegra que no haya adultos conduciendo ni “manipulando” desde atrás. Cuando se han asomado apoderados o profesores, han sido rápidamente deslegitimados por la válida sospecha de tener vinculación con algún partido político. Pero como el movimiento lleva 5 meses, esa deslegitimación ya no es tal para todos, y algunos prefieren tener cerca a los comunistas o a los socialistas. Y ahí no más se arma la pelotera. Es desgarrador.

Por la noche voy al cumpleaños de una amiga, profesora de historia en un liceo particular subvencionado. Me cuenta que los alumnos depusieron la toma. Negociaron con los profesores, el director y los apoderados. De vuelta a clases, la dinámica interna había cambiado. Todos se han subido por el chorro. Los apoderados piden acceso a las notas que cada profesor tuvo en el colegio y en la universidad. Ya que están pagando, quieren saber si los docentes tienen currículum para ser respetados. Los profesores están desconcertados, piden al director que controle a los padres en sus absurdos reclamos. Y los alumnos… los alumnos, que tuvieron con responsabilidad de adultos al colegio en sus manos, ahora se han vuelto a comportar como niños que son: cuando la profesora le pide que salgan de clases al grupito de 4 alumnos que todos identifican como los de más malos hábitos (que roban el almuerzo a los más “pavos”), se halla con que éstos se defienden con un insólito argumento: usted no nos puede echar de la sala, nuestros padres pagan para que estemos en clases, no dando vueltas en el pasillo. Lo terrible, me cuenta mi amiga, es que el grupito de desadaptados es respaldado por uno de los “dirigentes” de la toma. ¿Qué quedó de lo que levantaron como motivo de lucha? ¿No hay una lógica de mercado contra la que estaban peleando? ¿No se trataba de ser estudiantes y no clientes? La profesora responde con estas mismas preguntas y los estudiantes callan, desarmados. Vence el adulto. Se impone el sentido común, el buen criterio. También es desgarrador.

Viejos v/s jóvenes

Hay una dinámica entre el viejo y el joven que me viene dando vueltas en la cabeza. Recordé la trilogía de Sábato, cómo me marcó su lectura a los 20 años. La recordé al leer “El maestro de Petersburgo”, de Coetzee, de donde citaré un pasaje: “No me diga que espere a ser viejo para que me tomen en serio. Ya he visto qué ocurre cuando uno envejece. Cuando sea viejo, habré dejado de ser el que soy.” Esta dinámica tiene algo de devoradora. El viejo se alimenta del joven y viceversa. Pero esta fagocitosis se produce con violencia, no es lo que en el reino animal se denomina mutualismo. Es agresividad pura y dura. Y para mantener mi buen humor, recordé aquello de “todo joven libertino, es a la postre, un viejo conservador”.

Les hablamos como adultos porque desde ahí es que debemos y tenemos que hacerlo. La ministra que recibe un vaso de agua en la cara hace gala de una sangre fría a toda prueba, porque cualquiera que haya hecho clases sabe lo que cuesta mantener el control, no agarrar a patadas al mocoso insolente: no rebajarse al comportamiento del niño. Quizás el ejemplo no es el mejor porque esa ministra es efectivamente una de las peores viejas de mierda que recuerdo. Y uno puede bien entender la rabia de María Música, más aún hoy, cuando viejo y todo, uno siente tanta rabia e impotencia. Pero el tema es que en un enfrentamiento de este tipo, uno está frito: uno es el Poder, la Razón, el Adulto. Esto es lo que está en jaque. Todo nuestro sistema de raciocinio.


Pero no nos equivoquemos

El solo hecho de enunciar todo esto que estoy enunciando, me pone los pelos de punta, porque me puede emparentar con un tipejo despreciable como Fernando Villegas, que denuncia hace rato lo mismo (la precariedad manipulable de las bases estudiantiles). Claro, las intenciones del burdo opinólogo chascón son las del peor de los viejos de mierda, que clama por favor que les pongan orden si es necesario con azotes a estos pendejos. Las mías… son un clamor al cielo, que me haga claridad en las entendederas, para no seguir temblando de incertidumbre, para cambiar mis esquemas y asumir sin miedo ni ansiedad que lo que estamos enfrentando no es un movimiento político con p chica. Este es un asunto Político, con P mayúscula. Una revolución que apuesta por llegar mucho más allá de lo que alguna vez pensamos. Y a uno no se le ocurre cómo es que puede suceder eso.

Fracasarán los tinglados nuevos que invente la clase política para negociar o pactar, léase engañar y traicionar, a los estudiantes. Tendrá que seguir la barricada y la toma y la represión: es evidente que el gobierno está empujando hacia allá. Y lo que uno teme es que los viejos logren que disminuya el apoyo de la ciudadanía. Hay que ver el video que mandaron de México, donde dicen que cuando el ánimo decae, bueno es recitar un conjuro: “sí se puede”. Y uno espera, además, que haya una inscripción masiva de jóvenes en los registros electorales. De momento, uno no ve otra.

No puedo finalizar sin anotar que más allá de lo viejo o joven que uno se sienta, de lo desorientado o no que uno esté respecto de cómo apoyar o cómo participar en lo inmediato, en esta situación, lo que está claro y que no se puede perder como norte, es el carácter justo y legítimo de las reivindicaciones levantadas. Reforma educacional es igual a reforma tributaria y constitucional. Punto. Nadie pretende acabar para siempre con el libre mercado. Es imposible salirse de él, estamos claros, se trata de regularlo. El tema es el rol del Estado, que le restituyan su sentido, que no lo desaparezcan. Todo para los privados, y lo público en la miseria, ya paren con la codicia. En serio. Pienso en la cantata de Santa María de Iquique: “¿Qué hacer entonces, qué, si nadie escucha? Hermano con hermano preguntaban. Es justo lo pedido ¡y es tan poco! ¿Tendremos que perder las esperanzas?”

“Somos delincuentes, no estudiantes”

Hace un tiempo participé en una mesa de conversación sobre el conflicto estudiantil. Intervino también un representante de Filosofía de la U. de Chile y una estudiante de la UTEM, entre otras personas. A mí me tocó hablar como gestor cultural en el Centro Cultural Manuel Rojas, un espacio fundado bajo un espíritu libertario de la Educación, donde se promueve la autoformación y se ha forjado o intentado forjar Educación Popular. El hecho es que recuerdo preguntas que calan, que hierven, que interrogan por la miseria, que no tienen respuesta.

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Primero fue la intervención de la dirigente de la UTEM, que defendió con uñas y garras a sus compañeros: “Sí, nosotros somos los violentistas, los encapuchados, somos los que preferimos el caos a la politiquería y el ‘blablablá’, somos los universitarios pobres, somos los flaites que llegaron de puro esforzados a la ‘U’. Somos los discriminados de verdad, los que ponemos el pellejo, los que menos tienen que perder”.

Yo argumenté que no me parecía inteligente marcar diferencias dentro de un movimiento que necesitaba mostrar cohesión. Que tampoco estaba de acuerdo con encapucharse y romper o quemar autos porque al final lo que se legitima es la represión y el discurso de la derecha y los medios. Pero sí comprendía la fuerza de su marca identitaria. Porque la pobreza, universitaria o no, se anuncia sola, se huele. Y pobre es y siempre ha sido sinónimo de malhechor, de perro que muerde. Y uno que vivió en la propia universidad esas diferencias, fue de los becados, de los que llegaban a pata, también de los que compadecían o incluso hacían burla de otros, que eran mucho más pobres.

Al final, cuando ya se había abierto al público el diálogo, y parecíamos haber llegado a un estadio final de la discusión, una persona preguntó una cosa así como “¿Qué hacen ustedes para integrar a los flaites, a los cogoteros, a los que realmente están parados en las esquinas? ¿Qué hacen para que éste se sienta parte de esta lucha?”

Nada fácil, porque, claro, para responder eso es necesario quizás explicar un poco desde dónde es que uno no ha hecho nada, o ha hecho lo que ha podido hacer.

Es cierto que los que vivimos esta suerte de revolución, que con optimista grandilocuencia, algunos llaman la Primavera de Chile, nos habíamos acostumbrado, con rabia y escepticismo, a un adormecimiento colectivo prolongado por mucho tiempo. Primero porque teníamos demasiado encima el miedo a la represión, traumatizados por lo que la prensa llama “los horrores de la dictadura”; y en seguida porque cada intento de levantamiento nos había enfrentado a fracasos internos, mal resueltas las diferencias con nuestras propias (de)formaciones como cuadros, con nuestras biografías y sus cantos.

Todo se había renovado, todo se había traicionado. Cuando buscamos perder el miedo terminamos tratando de parar al cabeza de pistola encapuchado. Hasta que los encapuchados mismos cambiaron, se lumpenizaron, y ya no los pudimos parar, ni nos importó pararlos. Como dice una canción de Redolés: “A los pobres mejor dejémoselos a la UDI, total ya cambiaron sus conciencias por un horno microondas”. Sencillamente nos resignamos.

De esa resignación, de ese escepticismo al humor negro y de ahí a la insensibilidad o el prejuicio hay un paso pequeño. La poesía de mi amigo Pepe Cuevas habla de esos pendejos lumpen, que aúllan por zapatillas caras. Y tuve la suerte de hacerle clases alguna vez a esos mismos pendejos con cara de pocos amigos y quisca escondida en el antebrazo. Y conozco la suerte de varios profesores que los enfrentan a diario, armados de un cariño tosco, rudimentario, que a veces ni siquiera sirve para salvarse de amenazas y escupitajos.

Por eso hace años que, como una broma mala en los dos sentidos de la palabra, apenas veo a un joven vestido como característicamente se viste un flaite, digo “ahí va un delincuente”, “ahí va un cumita”. Y cruzo la vereda. (Y ella me ama menos cada vez que digo y hago eso, y yo por eso la amo más.)

Hablo entonces, como es evidente, desde mi experiencia como alguien que quemó todas las banderas cuando se dio cuenta de que ser de izquierda o ser de derecha en este mundo parece ya no significar nada. Pero claro, hay que hacer una diferencia: hay encapuchados que son cabros como los de la UTEM, sobre-ideologizados, anarquistas que leen la realidad con menos pies en la tierra incluso que los comunistas aquellos que sacaban el paraguas cuando llovía en Moscú. Cabros a los que en realidad urge hablar y convencer de que la vía armada ya fue.

Pero el problema se pone denso con los otros, con los encapuchados que rayan desafiantes “no somos estudiantes, somos delincuentes”. ¿Qué hacer con ellos? Me lo pregunto a cada rato, cuando la calle entra por los ojos y pide monedas. Y no soporto que nadie me venga a preguntar con tono de superioridad “qué hago o qué he hecho” por ellos, por ese lumpen, por ese perraje. Porque no creo que ir a un voluntariado de una semana como los alumnos del San Ignacio sea realmente hacer algo por los flaites. Tampoco estoy seguro de que irse a vivir entre ellos sirva. No se trata de evangelizar. Es demasiado más profundo.

Para hablar el mismo idioma no basta manejar el código, la sobrevivencia es mucho más que un lenguaje. Ya lo sabemos: estos pendejos se suman a estas movilizaciones exclusivamente porque ven en la turba una oportunidad de robar, de sacar algo inmediato y concreto para sí mismos, o de romper y sacar la rabia afuera y punto, porque no les interesa ya nada más que eso.

Nacieron donde nacieron y ya no les queda horizonte por mucho que los ministros de Mideplan o los privados o los gremialistas o las iglesias inventen fundaciones para superar la pobreza. Y entonces, quebrándome la cabeza, solo se me ocurre pensar que lo que hace falta es, aunque suene extemporáneo, generar conciencia de clase. Porque, ¿cómo es posible que hoy los pobres sean de derecha (aunque ni lo sepan) y que la gente de izquierda en cambio vaya al colegio La Girouette. ¿No era al revés? Pero filo, ya está. Ahora ¿cómo revertir la situación?

Para incluir al lumpen en la comunidad, para empatizar con el delincuente y hacerlo ciudadano, para que el encapuchado se quite la capucha y se sume a esta pelea que es también por sus derechos, hay un largo camino. Es un problema que hay que responder como sociedad, que debe enfrentarse desde el Estado. En lo personal, puedo decir, por decir algo, que estoy inscrito. Tarde pero me inscribí. Votar y participar en marchas no será la gran fuente de un cambio serio, pero lamentablemente la cancha está reducida de momento a eso. En este país no va a haber ni una revolución ni queremos un nuevo golpe de Estado. Será a través de alianzas y de negociaciones políticas y partidistas que se hagan las cosas. Así mismo llegó Allende al poder: respetando las normas del juego, por pencas que sean. Y para cambiar las normas del juego hay que hacerlo inteligentemente, dentro de las mismas normas del juego. Un desafío enervante, desesperante, etc.

El resto es hacer también y acaso con más ahínco, la política fuera de la cancha, donde la jugamos nosotros, los que no militamos y tenemos más sentido común que formación de cuadros; es hablar, compartir, enseñar y aprender. Combatir en cada espacio cotidiano el lenguaje del mercado, del dinero, del individualismo. No caer en el prejuicio fácil, evitar la ambigüedad traicionera del humor negro mal entendido. Rechazar los propios impulsos clasistas. Indignarse y agarrar a patadas al malnacido que sale con la “talla” del pitéate un flaite.