Fin del Mundo




Nunca le presté importancia ni atención a estos cantos de sirena. Uno ya sabe qué intención hay detrás de quienes se ponen a pregonar la estupidez en cualquiera de sus formas. Uno ya ha vivido profecías de acabo de mundo. Pero por alguna razón, esta vez sí le presté preocupada atención, acaso porque dentro de mi propia familia algunas personas, profesionales, con magíster y doctorado incluso, tuvieron la mala idea de comentar conmigo que los mayas, que el cierre de un ciclo astral, o no sé qué más.

Se dijo que la NASA dijo esto y aquello, que efectivamente hay un alineamiento planetario, que el corazón de la galaxia cuando no del universo. Dígame alguien si alguna vez la NASA ha dicho algo. ¿Alguien puede certificar que la NASA “habla”, es decir, emite comunicados oficiales? Nunca, jamás nadie ha podido establecer que lo que se supone dice la NASA efectivamente haya sido dicho por esa entidad, desde la supuesta autopsia a un marciano hasta el supuesto montaje de la llegada a la luna­. Si hay algún astrónomo o un físico leyendo estas palabras le ruego comente y haga la luz. Pero hasta donde uno sabe, depositando en la ciencia lo que llamamos fe los pobres mortales, parece evidente que la NASA no se va aponer a confirmar o desmentir lo que derechamente cabe en el plano de la superstición.

Yo lo único que quiero recordar es a quién sirve que la estupidez, la ignorancia y el miedo nos gobiernen. Me valdré entonces de una imagen, una anécdota sobre el oscurantismo lamentable en el que muchos viven aún.

Estaba yo en el Serviu para informarme de cómo funciona el sistema y eventualmente postular a un subsidio para comprar una vivienda, y haciendo la fila eterna pude oír un conmovedor diálogo entre dos mujeres, dos pobladoras de campamento probablemente, gente pobre, una de 35 años y la otra de unos 50, así al ojo. La menor le abría los ojos a la mayor:

-          Sabe que haciendo la tarea con mi hijo el otro día, supe que nuestro planeta se llama Tierra pero está hecho principalmente de agua?
-          No me diga?
-          Sí pues. Si el mar es más grande.
-          Ah de veras, el mar….
-          Exactamente, el mar es más grande que la tierra. Ahora dígame, porque esto es lo que yo me puse a pensar: ¿cómo es que la mar no se mete a la tierra? ¿cómo es que si el planeta es pura agua, no nos hemos inundado, y cuando llueve no queda la embarrá? ¿qué fuerza hace que el agua no se nos meta?
-          De veras…
-          Es más. Mire, ¿ve que el planeta está en el universo? Dígame: ¿qué fuerza hace que el agua no se salga del planeta? ¿y qué fuerza sostiene al planeta en el universo para que el planeta no se caiga? Dígame, qué fuerza cree usted que hace esas cosas.
-          No sé…
-          Dios pues.

Me dio una enorme pena lo que pudiera resultar de esas mujeres, enfrentadas como yo aquella mañana a funcionarios de un sistema que les hablarían en un lenguaje técnico, administrativo, procedimental. Pero más pena me dio el crudo testimonio de un oscurantismo que no puedo catalogar sino de medieval. Ese nivel de ignorancia.

Por supuesto hay autores y cómplices. El poder, como en la antigüedad, sigue residiendo en 2 arquetipos de casta, los que están casi en la cumbre de la pirámide, los jerarcas: sacerdotes y militares. Sobre ellos, sólo el nuevo dios: el dinero, la Banca, el FMI, los empresarios.  Y debajo de estas 3 tipologías poderosas, el aliado clave: los medios de comunicación. Cada vez que un periodista se limita a “hacer su trabajo” sin cuestionar lo que su entrevistado dice, se hace cómplice. Si el gobierno dice que desde ahora la tierra es plana, ¿puede el periodista limitarse a decir “el Gobierno informó que desde ahora la tierra es plana”? Eso es lo que hacen. Se supone que son profesionales, pasaron por la universidad, saben qué cosa es científicamente cierta y qué es charlatanería barata. ¿No deberían desenmascarar al mentiroso? Deberían. Pero un periodista, solo, no puede, pierde su trabajo. Se necesitaría un medio, una consciencia y ética extendida entre los periodistas, un frente. Pero como ya dijimos, el Dios se llama dinero. Y mejor no molestar a Dios, porque si quiere, mañana el planeta Tierra se cae al suelo.

Me quedo finalmente entonces, con un este poema de mi amigo Jaime Pinos:


Ha vivido toda su vida en el mundo del fin del mundo. 
Una época que pasa entre uno y otro apocalipsis. 
Hace unos meses, el cometa Elenin. 
Una gigantesca masa de roca y hielo en viaje hacia el centro del sol. 
Su alineación con la tierra provocaría el desastre. 
Explosiones solares, cambios en la órbita lunar, terremotos, erupciones volcánicas. 
Pero el mundo no se acabó. 
El cometa fue apenas una ráfaga de luz al telescopio. 
Ahora, las profecías mayas. 
2012. El año del fin.
Pero los códices mayas no hablan de un tiempo de muerte.
Hablan de un tiempo de renovación y claridad.
Ha visto en la televisión un programa 
donde unos tipos explican cómo construyeron sus búnkers 
para cuando el capitalismo colapse 
o la radiación haga inhabitable la superficie del planeta.
También ha visto un comercial de cerveza cuyo eslogan dice 
bienvenidos al último verano, el mejor verano del mundo. 
Ha visto toda su vida el espectáculo del fin del mundo.
Seguramente, no verá el fin del mundo del espectáculo.
No importa. 
Nunca ha creído en todo eso.
El mundo no se acaba.
El gato maúlla pidiendo su comida. La hija juega a tironearle la cola.
La mesa está puesta. Pronto llegarán los parientes a celebrar el año nuevo.
Vendrán los abrazos, los brindis, los deseos de buena fortuna.
Celebrarán como si no existieran cometas, ni profecías, ni búnkers.
Como si nunca fueran a acabarse los veranos.
Como si fuera posible un nuevo tiempo 
de renovación y claridad. 
Aprender a escribir en el Ahora.
Superar la superstición de la Posteridad.
El sol se va a apagar, eso es seguro.
Virgilio desaparecerá. El Dante desaparecerá.
Shakespeare desaparecerá. Cervantes desaparecerá.
Lo que escribimos, si acaso, serán huellas, marcas borrosas
para ser leídas en las piedras por los arqueólogos del futuro.
El futuro no existe. El futuro es el lugar adonde nunca se llega.
No se puede escribir allí.
Hay que aprender a escribir en el Ahora.
Kairós, decían los antiguos griegos.
La vida es ésta. Historia es este momento.
Cualquier día de éstos, cada día, es un día histórico.
La poesía sucede de un momento a otro.
Se cuela por los entresijos de la vida cotidiana
como la luz del sol que a través del ramaje tupido de las copas 
ilumina el corazón mudo del bosque.
Como esa luz, ese otro tiempo que es la poesía
entra en el tiempo perdido del trabajo alienado y los relojes,
ese ramaje que no deja ver el sol. 
La poesía entra en ese tiempo y lo aclara. 
Nos hace visible su fugacidad, 
nos muestra la fulguración de cada instante,
cada palabra, cada gesto, cada silencio.
Y se apaga. Se extingue en la oscuridad
de eso que llaman la Vida Real.
Se escribe contra la muerte, eso es real.
La poesía es esa breve luz que nos lo recuerda.
La vida es ésta. Historia es este momento.
Aprender a escribir en el Ahora.
Aprender a decir la palabra justa, justo a tiempo. 
Hacer lo necesario para estar ahí 
cuando la vida es radiante
y pasa volando ante nuestros ojos
como una luciérnaga que atraviesa el bosque 
y se pierde entre la noche y la nada.






a propósito de la Teletón... un cuentillo antiguo de este servidor



Tres anécdotas ortopédicas


por Rodrigo Hidalgo M. 
(versión actualizada del cuento publicado en la revista La Calabaza del Diablo, el año 2002)


Ahora que escribo esto, ocurre que no me cuesta tanto la dolorosa torpeza de mi índice de la mano izquierda. Me lo esguincé jugando de arquero y desde entonces he estado sin poder jugar a la pelota. Para alivio de algunos cuántos, no podré tocar la guitarra por un tiempo. Pero no por haberme malogrado algunas falanges voy a pretender entrar al tema tratando de aparentar una comprensión “en carne propia”. Tan patudo no soy. La conexión es acaso pedestre y tiene que ver con cierto humor negro con el que nos descoyuntamos de la risa tras la mencionada fatídica pichanga, de modo que es probable que alguno encuentre bien hideputa todo lo que viene. Pero como dijo el grajo, mejor vamos al grano.

Aquella vez, después de cambiar las zapatillas por zapatos, y por mi parte con el dedo improvisadamente entablillado, salimos el conjunto de deportistas con destino al correspondiente tercer tiempo. Para el lector lego aclararé de inmediato que el baby fútbol se juega, desde que yo lo conozco, de esa y no otra manera: con un tercer tiempo en el cual se dirime el resultado del encuentro, y que, por supuesto, se juega en el boliche más cercano. Así que ahí estábamos, en el tradicional Donde Bahamondes, cuando narré de esta manera la siguiente aventura.

Se lanzaba un libro o una revista, no vamos a esclarecer nimiedades, y era en otro bar este poético acto. La noche no prometía mucho, el público se fue yendo más que temprano, y antes de la una de la mañana estábamos los de siempre dispuestos a matar el último botellazo. En ese momento nos percatamos de una pareja de borrachísimos parroquianos que, en una extraña mesa, constituían la preocupación de la garzona, del cocinero y del dueño del restorán. El uno tenía un brazo postizo, más bien lo que se llama un garfio. El otro lucía una pierna ortopédica, dicho en crudo, una pata de palo. Diríase que entre los dos no se armaba uno bueno y sano. Hablaban elevando la voz en demasía y a todos los concurrentes nos decían algo, con ese idioma incomprensible que en la lengua te pone el trago. Un poco fastidiados por este hecho, y por la demora de cierto amigo que no llegaba con su siempre portentosa marihuana, decidimos emigrar. Los hombres de extremidades ortopédicas nos siguieron, o tal vez fueron inmediatamente expulsados del recinto, eso no estaba claro. Lo que vimos ya estando afuera del local es que el que carecía de un fémur dio unos torpes y desafortunados pasos mal apoyado en sus muletas, más bien dio tres elocuentes saltos, rápida y descoordinadamente, no logró mantener un mínimo equilibrio, su extremidad postiza giró por los aires, alocadamente y en todos los sentidos posibles, volaron las muletas y anteojos, y el ciudadano azotó su cuerpo y cara contra el pavimento. El que suponíamos era su amigo miró el hecho con una sonrisa etílicamente boba, afirmando con su garfio aún un vaso. Germán se acercó para atender al que quedó tendido en el suelo, que tenía ostensibles problemas para incorporarse. Pero acaso perturbado por la escena y el alcohol consumido, nuestro amigo casi cometió el agravante de pisar los anteojos del lisiado. Me di cuenta yo de esto y alcancé a tomar cartas en el asunto. Fue de esos momentos inapropiados en que un traicionero sentimiento de humanidad se apodera de uno. Ayudé al cristiano, sangraba profusamente, tenía un corte en la ceja, de los que lucen los boxeadores. Lo limpié con un par de pañuelos desechables. El tipo se sacó los pantalones y exhibió unos correajes y fajas tratando de colocarse la pierna ortopédica con una impericia prodigiosa. Germán increpaba al del garfio por mal amigo y de paso le pedía que le convidara un trago. La situación era dantesca, diría más tarde Jaime. Al cabo de algunos minutos sin lograr encajar en el muñón del muslo la prótesis, comencé a impacientarme. El hombre entonces hizo algo que desmovilizó mi humanista conciencia solidaria. Se tocó la ceja sangrante y tras mirarse la mano manchada, se limpió en mi abrigo, en mi hombro que lo sostenía y en la solapa de mi pecho. Lo senté en la vereda, en calzoncillos y luchando con sus arneses, y regresé algunos metros más allá, pidiendo que de una vez por todas nos largáramos a mis amigos que miraban con estupor el cuadro. Germán se despidió estrechando sus cinco dedos de carne con los tres metálicos del otro personaje. Lo último que vimos fue que éste, el del garfio, se despedía a gritos de nosotros levantando con su mano buena, a modo de quien agita un pañuelo, la pierna postiza del cojo.

Tras narrar esta anécdota, se instaló entre los contertulios del Bahamondes, un airecillo risueño y nervioso a la vez: estábamos ad-portas de que se iniciara en todo el país una tradicional celebración del morbo y la sensiblería barata, una televisada colecta de dinero de 3 días en beneficio de niños discapacitados, conocida como “Teletón”. Un negocio enmascarado, obviamente. Con sus detractores y todo, el tema resultaba delicado, era fácil herir susceptibilidades. El Negro aportó entonces, quizás con la torpe intención de relativizar nuestro ánimo sarcástico, una nueva historieta:

Mi ex novia, Ana, ¿la recuerdan? Exacto, la del bastón. Tenía una ligera displasia de caderas. Bueno, en las postrimerías de nuestra relación me tocó acompañarla a hospitalizarse, para someterse a la operación que a la postre la liberaría de las muletas. Entonces conocí a un tullido de cuyo nombre jamás me voy a olvidar. Previsto Vargas. Era un tipo de unos 50 años que estaba en la misma habitación que Ana. Eran 2 camas destinadas a los pacientes “en tránsito”, vale decir a los recién ingresados o a los que estaban a punto de ser dados de alta. Ni bien Ana quedó instalada, este tipo saludó cordialmente y se presentó. Previsto Vargas, separado, ex chofer de micros y recientemente cartero, de un día para otro había quedado paralítico de su pierna derecha comenzando una travesía homérica de exámenes y medicaciones sin que se pudiera aún identificar la raíz de su problema. Casi vivía en esas camas “en tránsito”: era diabético y sufría del corazón, de modo que siempre lo estaban trasladando de traumatología a neurología o a cardiología. Llevaba la conversación –o monólogo- con un interés o con una ansiedad que me harían pensar más tarde si acaso el hombre no estaba en el fondo gritando de pavor. Como si hubiésemos entrado en una confianza digna de añosos amigos, agregó risueño y dirigiéndose ahora a Ana, que cualquier cosa mija se la pidiera a él no más, que se sabía todas las “papitas” del hospital: soy cartero, soy sapo profesional, explicó. Y detalló cuánto ganaban las enfermeras y cuánto los paramédicos; cómo lo hacían los pasantes y practicantes para ir al baño y comer en un régimen que los obligaba a trabajar 12 horas de turno sin descanso ni remuneración alguna; de lo simpáticas que eran las estudiantes de enfermera de tal universidad, que justo tendrían turno esa noche en traumatología; y finalmente de la sospechosa relación de la nutricionista con el enfermero jefe, un verdadero latin lover. En ese momento entró una enfermera y recabó información de rutina, tomó la presión y temperatura a Ana y luego le preguntó otros datos. Su peso y preferencias alimentarias, si iba al baño con regularidad o no. Me perturbó saber que Previsto estaba atento a todo ello. Al mirarlo constaté que estaba pendiente de la transparencia del delantal de la enfermera. Entones me miró con complicidad y guiñó un ojo. Mi pensamiento entonces se dirigió a averiguar con qué velocidad podía Ana ser trasladada a otra habitación. Como si hubiese leído mi mente, la enfermera señaló a continuación que pronto iban a derivarla a traumatología, donde se liberaba una cama en el transcurso de la tarde.

No acabábamos de reírnos de buena gana cuando el “Chico” César aprovechó la nueva ronda de cerveza diciendo: yo tengo una mejor. E inmediatamente nos preguntó si sabíamos lo que es un espástico. Ni idea. Espásticos son los que se mueven así, dijo César, y se movió como si tuviese el mal del sambito o algo por el estilo. Supongo que es un problema neurológico, del sistema nervioso central, de no control muscular o algo así. Una enfermedad terrible. En realidad un lector prudente buscará un diccionario para saber con precisión lo que es un espástico, yo me remito a contar el cuento. Dijo César:

Iba solitariamente sentado en un asiento de los de adelante en la micro, cuando al pasar por Alameda con Av. Las Rejas, unos tipos subieron en silla de ruedas a un espástico. Lo acomodaron al lado mío y dijeron al chofer algo que no entendí bien pero que incluía calle Maipú y “una casa en Compañía”. Era claro que el enfermo no podría descender por sus propios medios, y que alguien debería convertirse en el buen samaritano. Pues bien, lo ví venir, esperé que ése alguien no fuese yo, que ése alguien se sentara adelante, al otro lado, atrás mío. No fue así. Cuando ya la micro iba pasando Maipú con Compañía, la moral revolucionaria que nos han inculcado nuestros padres, me hizo decirle al chofer: pare, pare, este compadre se baja aquí. Así que ahí estaba, con el espástico en silla de ruedas y una misión inaudita producto de la poca prisa que tenía aquella mañana de aburridas diligencias. Me dije, bueno, hagamos lo que hay que hacer con el mejor ánimo. Encaré al hombre tratando de descifrar su destino: ¿a dónde va compadre? Su respuesta fue una serie de movimientos y gestos que reflejaban su esfuerzo por comunicarse conmigo. Balbució finalmente un incomprensible: “mmghfffmmghfffUTHA!!!”. Imaginé que el señor iba o al hospital o a alguna casa de reposo de las que hay por el sector. Emprendí la marcha en busca de alguien que conociera al espástico. Pregunté aquí y allá. Cada vez que nos decían “no, no es de aquí”, el también decía “no” moviéndose entero de un lado a otro. Entonces yo volvía a preguntarle ¿a dónde vas? Y el volvía a balbucear “mmghfffmmghfffUTHA!!!”. Tras una hora paseando por la Quinta Normal, la parroquia más cercana y los centros asistenciales, mi moral revolucionaria se había esfumado. Lo último que hice fue tocar la puerta de una casa cualquiera, con la intención de traspasar la responsabilidad. Una señora me atendió y luego de escucharme (sabe, igual llevo una hora y me estoy retrasando demasiado ¿usted no sabe de dónde puede ser este caballero?) comenzó a intentar lo que yo ya había intentado hasta el cansancio. La respuesta seguía siendo “mmghfffmmghfffUTHA!!!”. Su comentario me pareció insulso: qué maldad, cómo lo suben así a la micro. Luego la señora se excusó con que se le quemaba el almuerzo y cerró la puerta definitivamente. Miré al espástico con la cara más elocuente que pude. Supongo que el tipo debe haberse sentido pésimo, peor que yo, no lo sé. Era en realidad una circunstancia que no se la doy a nadie, viejo. De pronto, en una iluminación divina, comprendí sus movimientos. Reparé en que tenía un papel arrugadísimo y sudado en una mano. No me digas que... Le abrí el puño sintiéndome un tarado y leí el papel: “calle Maipú, casa de damas de compañía”. Demoré un instante en comprender. Miré nuevamente al espástico y no conteniendo mi sorpresa exclamé “¿¡vai a putas!?”. El espástico repitió entonces su “MGFUTHA!!! UTHA!!! UTHA!!!” con evidente alegría, saltando en la silla de ruedas. Me dirigí sin más demora a uno de esos cités que al inicio de calle Maipú ostentan la triste fama de ser de los lenocinios más baratos y peligrosos de Santiago. No lo podía creer, pero después de pensarlo, ya en el camino directo, me dije: de más que sí poh, por qué no, si el loco es persona y obvio que necesita culiar. Entonces le pregunté que quién era el irresponsable que lo mandaba así a putas. Esta vez fue claro: “apá”. No crucé ni siquiera una palabra con la primera puta que vi. Lo dejé en sus manos, di media vuelta y partí en busca de un amigo que vive por ahí cerca. No sabís lo que me acaba de pasar, vamos, vamos, por favor acompáñame que necesito tomarme un buen trago, yo invito hueón.

La mayoría de los presentes gozó en buena ley con estas anécdotas, acaso recordando las múltiples lesiones que entre pichanga y pachanga nos hemos ocasionado, desde mi insignificante esguince hasta una ya antigua fractura de tibia de “Kokan”, pasando por supuesto por las constantes luxaciones del “Caballo” Raulazo y del propio “Chico” César, de Rapaz, del Negro, de Parra, y del Ché Sandoval, quien entre risa y risa exclamaba “¡qué hijo de puta! ¡tenés que escribir todo esto!". Así lo hice.

MANUAL PARA UN ACTIVISTA DESORIENTADO




MANUAL PARA UN ACTIVISTA DESORIENTADO 
 (o por qué y por quién votar)



Mi carnet 

 La primera vez que voté fue en 1984, a los 9 años, en cuarto básico, en la Escuela n° 33 de la ciudad de La Plata, Buenos Aires, Argentina. Se armó con unos biombos una cabina o cuarto oscuro para votar en secreto, una profesora trajo una caja de cartón que hizo de urna, se imprimieron papeletas con los 2 candidatos a la presidencia del curso, y se nos entintó el pulgar derecho tras sufragar. Todo un procedimiento serio y a la vez entusiasta, que abarcó las primeras horas de clases de aquella reveladora jornada. Era la formación cívica que recibía sin darme real cuenta de lo que implicaba, en mi recién estrenada calidad de hijo de exiliado, en un país en el que la educación pública era y la ciudadanía aún es de un indudable nivel para los estándares latinoamericanos.

 Ahora que lo pienso, cursando el 2do básico, años antes, en Santiago de Chile, había sido yo el presidente del curso. Eso había sido en una escuela básica de la comuna de Macul, no recuerdo en cuál. Pero sí recuerdo que la manera en que se me “eligió” no tuvo nada que ver con papeletas ni urnas ni biombos. La profesora jefa del curso me propuso a voz en cuello, preguntó si estaban todos de acuerdo, el coro de mocosos de 7 años no se opuso, y me decretó presidente de curso. Tampoco recuerdo haber hecho ejercicio alguno del infantil cargo.

 Años más tarde, de vuelta a Chile para ver el prometido arribo de la alegría, volví a sufragar en elecciones escolares. Fui delegado, secretario y presidente del centro de alumnos del Liceo Amunátegui, en los inicios de los insufribles años 90s. Me quisieron reclutar el Movimiento Juvenil Lautaro y las JJCC. Pero ya entonces, intuitivamente acaso, me negué a militar en ningún partido político. Mi padre era del MIR, y el MIR estaba muerto, desintegrado. No había por lo tanto ningún referente que me convenciera, e incluso esa militancia mirista de mi padre me resultaba ya distante, extemporánea.

 Sin embargo el bicho politiquero que se oculta en mí, me llevó en cuanta ocasión hubo, a opinar, a discutir, a “participar” sin votar. El 93 fui simpatizante de Manfred Max Neef, indignado por la promulgación de un cura por parte de los sectores de izquierda tradicionales. Para la segunda vuelta apoyaba al Güachuneit y su “Anula con la Tula”. Ingresé a la U, tiré molotovs, me encapuché y me creí anarco. Pero confieso que no había leído ni a Bakunin. El 99 ya estaba saliendo de la U, y la posibilidad cierta de que ganara Lavín me hacía dudar, pero aún así me mantuve fuera del registro electoral. Lagos y su dedo me hacían pensar en una bestia sedienta de poder, un tipo que por fin iba a hacerse del cargo para el que se creía nacido. Al comentar los debates televisivos, mi apoyo iba a la Gladys. Y ojo, que no es menor decir que se apoyaba a los comunistas: uno por entonces había participado en la Fech y se había enfrentado vehementemente a las JJCC desde la trinchera de la Surda, red de colectivos estudiantiles y poblacionales de lo que ahora se llama izquierda autónoma. Esa fue para mí la experiencia más parecida a lo que debe ser la militancia política, aunque cualquiera de los actuales integrantes de la Surda probablemente negaría mi adhesión a sus filas: así de lamentable y errática fue mi participación como dirigente en ese colectivo.

 Buscando horizonte laboral, y decepcionado de aquella experiencia pseudo-militante en la Surda y en la izquierda autónoma (tan buena para pelearse intestinamente), me convencí de que el trabajo era más lento y largo: combatir -como dice un poema de Pepe Cuevas- en el propio corazón la lógica del sistema. Escéptico de todo menos de la poesía, me refugié en la amistad literaria de La Calabaza del Diablo, a tratar de inventar algo nuevo desde una trinchera en la que al mismo tiempo ser feliz. A construir grano por grano de arena un castillo que el mar se llevará cuando la marejada crezca. Reconstruir el sentido de comunidad y de humanidad en un mundo cada vez más inhumano.

 Sin querer pero queriendo, fui elaborándome un nicho como una mezcla de periodista / literato / profesor / gestor. Trabajo en políticas culturales desde hace más de 10 años. Y lo hago actualmente desde un centro cultural que lleva el nombre del único escritor anarquista que he leído y con placer, Manuel Rojas. Es un espacio autónomo y autogestionario, levantado a pulso, en el cual se reúnen peruanos, gays, escolares, artistas y cuanto personaje freak puedan imaginarse. Lo hago como se hacen todas estas cosas, por amor al arte, por la satisfacción íntima de creer que estoy aportando en algo a construir un país más civilizado, más justo, más humano. Pero además trabajo en políticas culturales en otro sentido. En el sentido remunerado. Porque me gano el sustento desde hace 10 años haciendo distintas cosas y en distintas pegas siempre relacionadas con ese engendro que se llama Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. Sé cómo se manejan las licitaciones, cómo se priorizan o estancan los destinos de las platas, cómo funciona la administración pública, mediocre y turbia, en un ministerio penca, chiquitito, sin visibilidad ni importancia más que para los cuatro gato alucinados que en este país leen, o saben lo que es danza contemporánea, o van al teatro. Conozco lo que la Concertación ha venido haciendo torpe e improvisadamente, copiando modelos de afuera, para variar. Una vez me llamó una tipa, diseñadora, me preguntó de qué partido era y con quién tenía que hablar para conseguir pega en el CNCA. Le dije que yo no militaba y que entré por recomendación profesional, como periodista especializado en danza. Yo soy del PPD me respondió ofuscada. El poeta Germán Carrasco también sospechaba (no debe hacer sido el único) de mi filiación política cuando entré a Balmaceda. Y llevaba pocos meses en esa institución cuando la directora de entonces nos pidió a todo el equipo que la acompañáramos a hacer puerta a puerta por la candidata presidencial de la Concerta. La secretaria no pudo negarse. El resto nos abstuvimos indignados. Pero todos se escandalizaron cuando supieron que yo no estaba inscrito. Ni siquiera entonces lo hice. ¿Para votar por la Michelle? No, gracias.

 Así y todo, pasados casi 20 años de una Concertación traicionera y de un PC estalinianamente dogmático y arrastrado, me importó poco que a la siguiente elección, la Alianza pudiera de verdad llegar a ser gobierno. Me repetí: todos son lo mismo. Son primos, se casan entre ellos, participan juntos en directorios de empresas, sus hijos van a los mismos colegios. Son lo mismo. Resiste: la tarea es otra, más larga y lenta. Y me mantuve no inscrito.

 Hoy pienso distinto 

 Primero que nada hoy veo de otra manera esa pelea entre las dos lógicas que entendía como antagónicas: cambiar el sistema “desde adentro” o “desde afuera”. Uno sabe y supo muy rápido que la democracia era un tongo. Que cambiar el sistema desde adentro no es real. Que la camisa de fuerza que la dictadura dejó es mucho más que las leyes que rayan/estrangulan la cancha en todos los ámbitos de la vida pública y privada. No sólo es la constitución lo que hay que cambiar. Hay un país al que hay que curar el alma. Por eso uno siempre ha estado del otro lado. Afuera, al margen. Negándose a validar este sistema, este rayado de cancha. Marchando y protestando.

 Una parte mía sigue creyendo en ello. Pero otra ya no.

 Uno ya no puede ser un optimista iluso e irresponsable y querer perpetuar o agravar la crisis de representación. La política en sí misma no es mala. Ese discurso es el de los dictadores, que satanizan a los “señores políticos”. La política como la hemos defendido es sana y necesaria. Por eso no podemos dejar que la falta de confianza en este sistema político, por penca que sea, lo socave hasta el final. Eso equivale a apostar a un “que se vayan todos” como Argentina el 2001. Pero lo cierto es que los propios hermanos trasandinos, al final, igual fueron a votar. Se necesita gobernantes porque nuestras sociedades enfermas de un individualismo demencial no están como para auto-organizarse y autogobernarse prescindiendo de las estructuras e instituciones que heredáramos de nuestros próceres bicentenarios. Hubo primero que nada un corralito en Argentina, y surgieron clubes de trueque, y fábricas que pasaron a manos de sus trabajadores, hubo asambleas barriales y recuperación de recursos naturales. Pero finalmente hubo que ir y votar por los Kirchner. Por el mal menor. Porque Argentina es un país politizado y educado cívicamente a pesar de todo. La gente habita políticamente su polis: todos corrieron a votar. No hubo otra.

 ¿Qué pierdo con ir a votar? “Estoy legitimando un sistema político viciado y caduco”. ¿Sólo entonces lo estoy legitimando? ¿Y cuando compro el pan y pago impuestos? ¿Y cuando compro el diario para buscar un trabajo? ¿Y cuando diseño e imprimo publicidad atractiva en flyers para difundir un taller de yoga? El “sistema” (político, económico, socio-cultural, etc.) es el que hay, el que impera, el real, y aunque no vote estoy sometido a él. Es tan real que me afecta aunque yo haga política “desde afuera” con mi centro cultural, mi revistita, mi colectivo minoritario, mi autogestión de bicicleta. Pero los que hacen esa otra política, los que “desde adentro” hacen esta democracia penca, con Patos Laguna y Carlas Ochoas, esos son los que toman decisiones que afectan todas las esferas de mi vida. Porque ya no me mantienen mis viejos y he tenido que sacar cuenta-rut y pagar isapre. Porque ya no me puedo dar el lujo que me daba antes de agarrar a escupitajos al guatón UDI que me tocaba como compañero de curso, o al viejo facho que me tocaba de profe. Porque ahora tengo que convivir como ciudadano, como vecino, como trabajador, con gente de mierda, que en este país no es poca. Pero ¿qué hacer? ¿Correrles bala a todos los fachos culiáos? Tengo que convivir con esta gente. Tengo que negociar. Tengo que aprender a buscar sin asco el puto consenso. Así es lo que se llama la real politik.

 Pero además en este país se está precisamente viviendo un momento clave, en el que se puede reconstruir el vínculo entre una Polis y la Política. Porque hay protestas trascendentes, reivindicaciones colectivas transversales, que abren desde otra lógica el panorama, la manera de enfrentar la política, el espacio de lo público, porque apelan al sentido común. Porque en este mundo es o debiera ser de sentido común el derecho a la educación y a la anticoncepción, la defensa del medio ambiente, la no discriminación. Pero este país es de un conservadurismo medieval, y a eso se está enfrentando. No sé cuándo ni cómo, pero sí, algo cambió. Algo se avanzó en este país desde la perspectiva de género, desde la noción de ciudadanía. Tuvo que ser gobierno la derecha para que saliéramos a protestar de otra manera, con un sentido profundo. Y en eso estamos: Piñera mete a cada segundo más la cabeza en el wáter, es vergonzoso decir en el exterior que nos gobierna un remedo de Calígula al que poco le falta para nombrar intendente a su caballo, y hasta hay un alcalde habla del cuco sin asomo de pudor. Mientras, la oposición puede darse el lujo de dormir a la espera de que los gobernantes de desbarranquen solos, y el río está tan revuelto que surge un MEO o un Parisi con tan poco talento que se les nota el arquetipo latinoamericano del ladrón populista y del oportunista chanta. 

Entonces es a la ciudadanía a quien le corresponde tomar las riendas, y uno puede ver que esto ha ido ocurriendo al constatar que se ha politizado la discusión en las asambleas de los liceos, y de cara a elecciones municipales aparecen vecinos de barrio con trayectorias demostrables de compromiso e interés por sus problemas, postulándose a concejal o a alcalde. Por eso uno debiera celebrar, porque es un triunfo de esa otra política, la de afuera, la que está emergiendo, como agua limpia desde el fondo del pantano, subvirtiendo el orden establecido de la real politik. Lo que uno ve, cuando aparece una Josefa Errázuriz en Providencia, una Rosario Carvajal en Santiago, o hasta un Lulo Arias en San Joaquín, es que gente genuinamente preocupada y luchadora, que ha estado junto a uno haciendo política desde afuera en espacios no institucionales, está dando el paso para que sean los “partidos políticos tradicionales” los que se pongan a la fila, detrás del movimiento social. Porque es nefasto que esta crisis de representación política nos haga desconfiar de cualquier semilla, brote, primicia. Porque cuando hay posibles alternativas genuinas, se da vuelta la lógica perversa y se restituye el sentido de lo político. Más allá de que el Lulo haga un rap infumable y la Josefa sea una vieja terriblemente cuica. No es la persona, sino el proceso. No es el candidato sin no el trabajo que hay detrás suyo. Las ideas.

 Por eso en las próximas elecciones municipales voy a votar por primera vez en mi vida. Tengo 37 años y debo haber sido el último pelotudo que se inscribió en el registro electoral a escasos días de que se promulgara la inscripción automática. Y no sólo será mi primera vez, sino que además lo voy a hacer con pleno convencimiento, aunque sea por un cargo menor, una candidata a concejala por la comuna de Santiago. ¿Qué hará, de ganar mi amiga Rosario, siendo una concejala independiente y alternativa en un municipio kafkiano como el santiaguino, rodeada de concejales militantes de alianza o de concertación, o quizás incluso del PC? Probablemente poco más que ser una piedra en el zapato del alcalde de turno. Probablemente mucho más que todos los otros concejales.

 Es así: caca o pichí 

 E iré más allá aún. Porque no sólo voy a apoyar a Rosario en Santiago. Sino que además voy a votar por la Concerta para alcalde. Y todo indica que para las presidenciales tendré que votar por Bachelet. Ojalá que no (ojalá pase algo que cambie radicalmente el escenario, pero no se me ocurre qué puede ser). Ya lo dije en un artículo de opinión anterior. La revolución ya no fue. Es por esta vía el asunto. Entonces votaré por Michelle a pesar del asco que me dan los mediocres y vendidos delincuentes de la des-concertación.

 Y es que el planeta entero está en una situación similar. En la mayor parte del mundo hay seudo-democracias más simbólicas que participativas. En todo el orbe el modelo es más o menos el mismo, y no se ve diferencias de fondo entre demócratas y republicanos, entre laboristas y conservadores, entre socialdemócratas y liberales. Y la gente se abstiene groseramente, y son minorías las que siguen eligiendo a gobernantes que pertenecen a minorías más minorías aún. ¿A qué se aspira entonces? Al mentado y manoseado mal menor.

 Ya sabemos que la Concertación y la Alianza no tienen muchas diferencias en sus programas políticos y económicos. Que a la hora de la verdad ni los unos ni los otros tienen asco en vender el litio, ni tienen idea de cómo cresta arreglar el problema de la Educación (o no lo quieren arreglar, pero necesitan tranquilizar a la ciudadanía que exige cambios al respecto). Y sabemos que las pocas veces que algún chascón de la Concerta quiso empujar un poco el barco hacia posiciones más progresistas, de defensa del Estado, o de defensa de los derechos civiles de las mayorías, tuvo que negociar no solo con sus propios Escalonas, Freis y Girardis, o con la Alianza, sino con los poderes fácticos, llámese Iglesia, Fuerzas Armadas o empresariado. Y finalmente, en la misma lamentable cuerda, sabemos que el PC va a negociar cuantas veces sea necesario con la DC para lograr un cupo en el parlamento. Es así.

 Pero si hablo desde mi experiencia personal, tengo que agregar que en políticas culturales, en poco más de 2 años, la derecha ha demostrado cuán distinta es a esta desconcertación ominosa. Porque si por la Alianza fuera, sencillamente se acaba el Fondart y se acaban los centros culturales, y basta de revistas y de excusas para hippies drogadictos, y el arte como lujo para los ABC1 que por algo tienen buen gusto, y al resto nos cierran galpones y sucuchos okupas y nos tapan de farándula y Pilar Sordo para todos. De modo que ya no me digan que la Concerta y la Alianza son lo mismo. Son, concedo, caca y pichí. Y a estas alturas es obvio qué es lo que prefiere cualquier humano con una pizca de sentido común.