MANUAL PARA UN ACTIVISTA DESORIENTADO




MANUAL PARA UN ACTIVISTA DESORIENTADO 
 (o por qué y por quién votar)



Mi carnet 

 La primera vez que voté fue en 1984, a los 9 años, en cuarto básico, en la Escuela n° 33 de la ciudad de La Plata, Buenos Aires, Argentina. Se armó con unos biombos una cabina o cuarto oscuro para votar en secreto, una profesora trajo una caja de cartón que hizo de urna, se imprimieron papeletas con los 2 candidatos a la presidencia del curso, y se nos entintó el pulgar derecho tras sufragar. Todo un procedimiento serio y a la vez entusiasta, que abarcó las primeras horas de clases de aquella reveladora jornada. Era la formación cívica que recibía sin darme real cuenta de lo que implicaba, en mi recién estrenada calidad de hijo de exiliado, en un país en el que la educación pública era y la ciudadanía aún es de un indudable nivel para los estándares latinoamericanos.

 Ahora que lo pienso, cursando el 2do básico, años antes, en Santiago de Chile, había sido yo el presidente del curso. Eso había sido en una escuela básica de la comuna de Macul, no recuerdo en cuál. Pero sí recuerdo que la manera en que se me “eligió” no tuvo nada que ver con papeletas ni urnas ni biombos. La profesora jefa del curso me propuso a voz en cuello, preguntó si estaban todos de acuerdo, el coro de mocosos de 7 años no se opuso, y me decretó presidente de curso. Tampoco recuerdo haber hecho ejercicio alguno del infantil cargo.

 Años más tarde, de vuelta a Chile para ver el prometido arribo de la alegría, volví a sufragar en elecciones escolares. Fui delegado, secretario y presidente del centro de alumnos del Liceo Amunátegui, en los inicios de los insufribles años 90s. Me quisieron reclutar el Movimiento Juvenil Lautaro y las JJCC. Pero ya entonces, intuitivamente acaso, me negué a militar en ningún partido político. Mi padre era del MIR, y el MIR estaba muerto, desintegrado. No había por lo tanto ningún referente que me convenciera, e incluso esa militancia mirista de mi padre me resultaba ya distante, extemporánea.

 Sin embargo el bicho politiquero que se oculta en mí, me llevó en cuanta ocasión hubo, a opinar, a discutir, a “participar” sin votar. El 93 fui simpatizante de Manfred Max Neef, indignado por la promulgación de un cura por parte de los sectores de izquierda tradicionales. Para la segunda vuelta apoyaba al Güachuneit y su “Anula con la Tula”. Ingresé a la U, tiré molotovs, me encapuché y me creí anarco. Pero confieso que no había leído ni a Bakunin. El 99 ya estaba saliendo de la U, y la posibilidad cierta de que ganara Lavín me hacía dudar, pero aún así me mantuve fuera del registro electoral. Lagos y su dedo me hacían pensar en una bestia sedienta de poder, un tipo que por fin iba a hacerse del cargo para el que se creía nacido. Al comentar los debates televisivos, mi apoyo iba a la Gladys. Y ojo, que no es menor decir que se apoyaba a los comunistas: uno por entonces había participado en la Fech y se había enfrentado vehementemente a las JJCC desde la trinchera de la Surda, red de colectivos estudiantiles y poblacionales de lo que ahora se llama izquierda autónoma. Esa fue para mí la experiencia más parecida a lo que debe ser la militancia política, aunque cualquiera de los actuales integrantes de la Surda probablemente negaría mi adhesión a sus filas: así de lamentable y errática fue mi participación como dirigente en ese colectivo.

 Buscando horizonte laboral, y decepcionado de aquella experiencia pseudo-militante en la Surda y en la izquierda autónoma (tan buena para pelearse intestinamente), me convencí de que el trabajo era más lento y largo: combatir -como dice un poema de Pepe Cuevas- en el propio corazón la lógica del sistema. Escéptico de todo menos de la poesía, me refugié en la amistad literaria de La Calabaza del Diablo, a tratar de inventar algo nuevo desde una trinchera en la que al mismo tiempo ser feliz. A construir grano por grano de arena un castillo que el mar se llevará cuando la marejada crezca. Reconstruir el sentido de comunidad y de humanidad en un mundo cada vez más inhumano.

 Sin querer pero queriendo, fui elaborándome un nicho como una mezcla de periodista / literato / profesor / gestor. Trabajo en políticas culturales desde hace más de 10 años. Y lo hago actualmente desde un centro cultural que lleva el nombre del único escritor anarquista que he leído y con placer, Manuel Rojas. Es un espacio autónomo y autogestionario, levantado a pulso, en el cual se reúnen peruanos, gays, escolares, artistas y cuanto personaje freak puedan imaginarse. Lo hago como se hacen todas estas cosas, por amor al arte, por la satisfacción íntima de creer que estoy aportando en algo a construir un país más civilizado, más justo, más humano. Pero además trabajo en políticas culturales en otro sentido. En el sentido remunerado. Porque me gano el sustento desde hace 10 años haciendo distintas cosas y en distintas pegas siempre relacionadas con ese engendro que se llama Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. Sé cómo se manejan las licitaciones, cómo se priorizan o estancan los destinos de las platas, cómo funciona la administración pública, mediocre y turbia, en un ministerio penca, chiquitito, sin visibilidad ni importancia más que para los cuatro gato alucinados que en este país leen, o saben lo que es danza contemporánea, o van al teatro. Conozco lo que la Concertación ha venido haciendo torpe e improvisadamente, copiando modelos de afuera, para variar. Una vez me llamó una tipa, diseñadora, me preguntó de qué partido era y con quién tenía que hablar para conseguir pega en el CNCA. Le dije que yo no militaba y que entré por recomendación profesional, como periodista especializado en danza. Yo soy del PPD me respondió ofuscada. El poeta Germán Carrasco también sospechaba (no debe hacer sido el único) de mi filiación política cuando entré a Balmaceda. Y llevaba pocos meses en esa institución cuando la directora de entonces nos pidió a todo el equipo que la acompañáramos a hacer puerta a puerta por la candidata presidencial de la Concerta. La secretaria no pudo negarse. El resto nos abstuvimos indignados. Pero todos se escandalizaron cuando supieron que yo no estaba inscrito. Ni siquiera entonces lo hice. ¿Para votar por la Michelle? No, gracias.

 Así y todo, pasados casi 20 años de una Concertación traicionera y de un PC estalinianamente dogmático y arrastrado, me importó poco que a la siguiente elección, la Alianza pudiera de verdad llegar a ser gobierno. Me repetí: todos son lo mismo. Son primos, se casan entre ellos, participan juntos en directorios de empresas, sus hijos van a los mismos colegios. Son lo mismo. Resiste: la tarea es otra, más larga y lenta. Y me mantuve no inscrito.

 Hoy pienso distinto 

 Primero que nada hoy veo de otra manera esa pelea entre las dos lógicas que entendía como antagónicas: cambiar el sistema “desde adentro” o “desde afuera”. Uno sabe y supo muy rápido que la democracia era un tongo. Que cambiar el sistema desde adentro no es real. Que la camisa de fuerza que la dictadura dejó es mucho más que las leyes que rayan/estrangulan la cancha en todos los ámbitos de la vida pública y privada. No sólo es la constitución lo que hay que cambiar. Hay un país al que hay que curar el alma. Por eso uno siempre ha estado del otro lado. Afuera, al margen. Negándose a validar este sistema, este rayado de cancha. Marchando y protestando.

 Una parte mía sigue creyendo en ello. Pero otra ya no.

 Uno ya no puede ser un optimista iluso e irresponsable y querer perpetuar o agravar la crisis de representación. La política en sí misma no es mala. Ese discurso es el de los dictadores, que satanizan a los “señores políticos”. La política como la hemos defendido es sana y necesaria. Por eso no podemos dejar que la falta de confianza en este sistema político, por penca que sea, lo socave hasta el final. Eso equivale a apostar a un “que se vayan todos” como Argentina el 2001. Pero lo cierto es que los propios hermanos trasandinos, al final, igual fueron a votar. Se necesita gobernantes porque nuestras sociedades enfermas de un individualismo demencial no están como para auto-organizarse y autogobernarse prescindiendo de las estructuras e instituciones que heredáramos de nuestros próceres bicentenarios. Hubo primero que nada un corralito en Argentina, y surgieron clubes de trueque, y fábricas que pasaron a manos de sus trabajadores, hubo asambleas barriales y recuperación de recursos naturales. Pero finalmente hubo que ir y votar por los Kirchner. Por el mal menor. Porque Argentina es un país politizado y educado cívicamente a pesar de todo. La gente habita políticamente su polis: todos corrieron a votar. No hubo otra.

 ¿Qué pierdo con ir a votar? “Estoy legitimando un sistema político viciado y caduco”. ¿Sólo entonces lo estoy legitimando? ¿Y cuando compro el pan y pago impuestos? ¿Y cuando compro el diario para buscar un trabajo? ¿Y cuando diseño e imprimo publicidad atractiva en flyers para difundir un taller de yoga? El “sistema” (político, económico, socio-cultural, etc.) es el que hay, el que impera, el real, y aunque no vote estoy sometido a él. Es tan real que me afecta aunque yo haga política “desde afuera” con mi centro cultural, mi revistita, mi colectivo minoritario, mi autogestión de bicicleta. Pero los que hacen esa otra política, los que “desde adentro” hacen esta democracia penca, con Patos Laguna y Carlas Ochoas, esos son los que toman decisiones que afectan todas las esferas de mi vida. Porque ya no me mantienen mis viejos y he tenido que sacar cuenta-rut y pagar isapre. Porque ya no me puedo dar el lujo que me daba antes de agarrar a escupitajos al guatón UDI que me tocaba como compañero de curso, o al viejo facho que me tocaba de profe. Porque ahora tengo que convivir como ciudadano, como vecino, como trabajador, con gente de mierda, que en este país no es poca. Pero ¿qué hacer? ¿Correrles bala a todos los fachos culiáos? Tengo que convivir con esta gente. Tengo que negociar. Tengo que aprender a buscar sin asco el puto consenso. Así es lo que se llama la real politik.

 Pero además en este país se está precisamente viviendo un momento clave, en el que se puede reconstruir el vínculo entre una Polis y la Política. Porque hay protestas trascendentes, reivindicaciones colectivas transversales, que abren desde otra lógica el panorama, la manera de enfrentar la política, el espacio de lo público, porque apelan al sentido común. Porque en este mundo es o debiera ser de sentido común el derecho a la educación y a la anticoncepción, la defensa del medio ambiente, la no discriminación. Pero este país es de un conservadurismo medieval, y a eso se está enfrentando. No sé cuándo ni cómo, pero sí, algo cambió. Algo se avanzó en este país desde la perspectiva de género, desde la noción de ciudadanía. Tuvo que ser gobierno la derecha para que saliéramos a protestar de otra manera, con un sentido profundo. Y en eso estamos: Piñera mete a cada segundo más la cabeza en el wáter, es vergonzoso decir en el exterior que nos gobierna un remedo de Calígula al que poco le falta para nombrar intendente a su caballo, y hasta hay un alcalde habla del cuco sin asomo de pudor. Mientras, la oposición puede darse el lujo de dormir a la espera de que los gobernantes de desbarranquen solos, y el río está tan revuelto que surge un MEO o un Parisi con tan poco talento que se les nota el arquetipo latinoamericano del ladrón populista y del oportunista chanta. 

Entonces es a la ciudadanía a quien le corresponde tomar las riendas, y uno puede ver que esto ha ido ocurriendo al constatar que se ha politizado la discusión en las asambleas de los liceos, y de cara a elecciones municipales aparecen vecinos de barrio con trayectorias demostrables de compromiso e interés por sus problemas, postulándose a concejal o a alcalde. Por eso uno debiera celebrar, porque es un triunfo de esa otra política, la de afuera, la que está emergiendo, como agua limpia desde el fondo del pantano, subvirtiendo el orden establecido de la real politik. Lo que uno ve, cuando aparece una Josefa Errázuriz en Providencia, una Rosario Carvajal en Santiago, o hasta un Lulo Arias en San Joaquín, es que gente genuinamente preocupada y luchadora, que ha estado junto a uno haciendo política desde afuera en espacios no institucionales, está dando el paso para que sean los “partidos políticos tradicionales” los que se pongan a la fila, detrás del movimiento social. Porque es nefasto que esta crisis de representación política nos haga desconfiar de cualquier semilla, brote, primicia. Porque cuando hay posibles alternativas genuinas, se da vuelta la lógica perversa y se restituye el sentido de lo político. Más allá de que el Lulo haga un rap infumable y la Josefa sea una vieja terriblemente cuica. No es la persona, sino el proceso. No es el candidato sin no el trabajo que hay detrás suyo. Las ideas.

 Por eso en las próximas elecciones municipales voy a votar por primera vez en mi vida. Tengo 37 años y debo haber sido el último pelotudo que se inscribió en el registro electoral a escasos días de que se promulgara la inscripción automática. Y no sólo será mi primera vez, sino que además lo voy a hacer con pleno convencimiento, aunque sea por un cargo menor, una candidata a concejala por la comuna de Santiago. ¿Qué hará, de ganar mi amiga Rosario, siendo una concejala independiente y alternativa en un municipio kafkiano como el santiaguino, rodeada de concejales militantes de alianza o de concertación, o quizás incluso del PC? Probablemente poco más que ser una piedra en el zapato del alcalde de turno. Probablemente mucho más que todos los otros concejales.

 Es así: caca o pichí 

 E iré más allá aún. Porque no sólo voy a apoyar a Rosario en Santiago. Sino que además voy a votar por la Concerta para alcalde. Y todo indica que para las presidenciales tendré que votar por Bachelet. Ojalá que no (ojalá pase algo que cambie radicalmente el escenario, pero no se me ocurre qué puede ser). Ya lo dije en un artículo de opinión anterior. La revolución ya no fue. Es por esta vía el asunto. Entonces votaré por Michelle a pesar del asco que me dan los mediocres y vendidos delincuentes de la des-concertación.

 Y es que el planeta entero está en una situación similar. En la mayor parte del mundo hay seudo-democracias más simbólicas que participativas. En todo el orbe el modelo es más o menos el mismo, y no se ve diferencias de fondo entre demócratas y republicanos, entre laboristas y conservadores, entre socialdemócratas y liberales. Y la gente se abstiene groseramente, y son minorías las que siguen eligiendo a gobernantes que pertenecen a minorías más minorías aún. ¿A qué se aspira entonces? Al mentado y manoseado mal menor.

 Ya sabemos que la Concertación y la Alianza no tienen muchas diferencias en sus programas políticos y económicos. Que a la hora de la verdad ni los unos ni los otros tienen asco en vender el litio, ni tienen idea de cómo cresta arreglar el problema de la Educación (o no lo quieren arreglar, pero necesitan tranquilizar a la ciudadanía que exige cambios al respecto). Y sabemos que las pocas veces que algún chascón de la Concerta quiso empujar un poco el barco hacia posiciones más progresistas, de defensa del Estado, o de defensa de los derechos civiles de las mayorías, tuvo que negociar no solo con sus propios Escalonas, Freis y Girardis, o con la Alianza, sino con los poderes fácticos, llámese Iglesia, Fuerzas Armadas o empresariado. Y finalmente, en la misma lamentable cuerda, sabemos que el PC va a negociar cuantas veces sea necesario con la DC para lograr un cupo en el parlamento. Es así.

 Pero si hablo desde mi experiencia personal, tengo que agregar que en políticas culturales, en poco más de 2 años, la derecha ha demostrado cuán distinta es a esta desconcertación ominosa. Porque si por la Alianza fuera, sencillamente se acaba el Fondart y se acaban los centros culturales, y basta de revistas y de excusas para hippies drogadictos, y el arte como lujo para los ABC1 que por algo tienen buen gusto, y al resto nos cierran galpones y sucuchos okupas y nos tapan de farándula y Pilar Sordo para todos. De modo que ya no me digan que la Concerta y la Alianza son lo mismo. Son, concedo, caca y pichí. Y a estas alturas es obvio qué es lo que prefiere cualquier humano con una pizca de sentido común.

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