a propósito de la Teletón... un cuentillo antiguo de este servidor



Tres anécdotas ortopédicas


por Rodrigo Hidalgo M. 
(versión actualizada del cuento publicado en la revista La Calabaza del Diablo, el año 2002)


Ahora que escribo esto, ocurre que no me cuesta tanto la dolorosa torpeza de mi índice de la mano izquierda. Me lo esguincé jugando de arquero y desde entonces he estado sin poder jugar a la pelota. Para alivio de algunos cuántos, no podré tocar la guitarra por un tiempo. Pero no por haberme malogrado algunas falanges voy a pretender entrar al tema tratando de aparentar una comprensión “en carne propia”. Tan patudo no soy. La conexión es acaso pedestre y tiene que ver con cierto humor negro con el que nos descoyuntamos de la risa tras la mencionada fatídica pichanga, de modo que es probable que alguno encuentre bien hideputa todo lo que viene. Pero como dijo el grajo, mejor vamos al grano.

Aquella vez, después de cambiar las zapatillas por zapatos, y por mi parte con el dedo improvisadamente entablillado, salimos el conjunto de deportistas con destino al correspondiente tercer tiempo. Para el lector lego aclararé de inmediato que el baby fútbol se juega, desde que yo lo conozco, de esa y no otra manera: con un tercer tiempo en el cual se dirime el resultado del encuentro, y que, por supuesto, se juega en el boliche más cercano. Así que ahí estábamos, en el tradicional Donde Bahamondes, cuando narré de esta manera la siguiente aventura.

Se lanzaba un libro o una revista, no vamos a esclarecer nimiedades, y era en otro bar este poético acto. La noche no prometía mucho, el público se fue yendo más que temprano, y antes de la una de la mañana estábamos los de siempre dispuestos a matar el último botellazo. En ese momento nos percatamos de una pareja de borrachísimos parroquianos que, en una extraña mesa, constituían la preocupación de la garzona, del cocinero y del dueño del restorán. El uno tenía un brazo postizo, más bien lo que se llama un garfio. El otro lucía una pierna ortopédica, dicho en crudo, una pata de palo. Diríase que entre los dos no se armaba uno bueno y sano. Hablaban elevando la voz en demasía y a todos los concurrentes nos decían algo, con ese idioma incomprensible que en la lengua te pone el trago. Un poco fastidiados por este hecho, y por la demora de cierto amigo que no llegaba con su siempre portentosa marihuana, decidimos emigrar. Los hombres de extremidades ortopédicas nos siguieron, o tal vez fueron inmediatamente expulsados del recinto, eso no estaba claro. Lo que vimos ya estando afuera del local es que el que carecía de un fémur dio unos torpes y desafortunados pasos mal apoyado en sus muletas, más bien dio tres elocuentes saltos, rápida y descoordinadamente, no logró mantener un mínimo equilibrio, su extremidad postiza giró por los aires, alocadamente y en todos los sentidos posibles, volaron las muletas y anteojos, y el ciudadano azotó su cuerpo y cara contra el pavimento. El que suponíamos era su amigo miró el hecho con una sonrisa etílicamente boba, afirmando con su garfio aún un vaso. Germán se acercó para atender al que quedó tendido en el suelo, que tenía ostensibles problemas para incorporarse. Pero acaso perturbado por la escena y el alcohol consumido, nuestro amigo casi cometió el agravante de pisar los anteojos del lisiado. Me di cuenta yo de esto y alcancé a tomar cartas en el asunto. Fue de esos momentos inapropiados en que un traicionero sentimiento de humanidad se apodera de uno. Ayudé al cristiano, sangraba profusamente, tenía un corte en la ceja, de los que lucen los boxeadores. Lo limpié con un par de pañuelos desechables. El tipo se sacó los pantalones y exhibió unos correajes y fajas tratando de colocarse la pierna ortopédica con una impericia prodigiosa. Germán increpaba al del garfio por mal amigo y de paso le pedía que le convidara un trago. La situación era dantesca, diría más tarde Jaime. Al cabo de algunos minutos sin lograr encajar en el muñón del muslo la prótesis, comencé a impacientarme. El hombre entonces hizo algo que desmovilizó mi humanista conciencia solidaria. Se tocó la ceja sangrante y tras mirarse la mano manchada, se limpió en mi abrigo, en mi hombro que lo sostenía y en la solapa de mi pecho. Lo senté en la vereda, en calzoncillos y luchando con sus arneses, y regresé algunos metros más allá, pidiendo que de una vez por todas nos largáramos a mis amigos que miraban con estupor el cuadro. Germán se despidió estrechando sus cinco dedos de carne con los tres metálicos del otro personaje. Lo último que vimos fue que éste, el del garfio, se despedía a gritos de nosotros levantando con su mano buena, a modo de quien agita un pañuelo, la pierna postiza del cojo.

Tras narrar esta anécdota, se instaló entre los contertulios del Bahamondes, un airecillo risueño y nervioso a la vez: estábamos ad-portas de que se iniciara en todo el país una tradicional celebración del morbo y la sensiblería barata, una televisada colecta de dinero de 3 días en beneficio de niños discapacitados, conocida como “Teletón”. Un negocio enmascarado, obviamente. Con sus detractores y todo, el tema resultaba delicado, era fácil herir susceptibilidades. El Negro aportó entonces, quizás con la torpe intención de relativizar nuestro ánimo sarcástico, una nueva historieta:

Mi ex novia, Ana, ¿la recuerdan? Exacto, la del bastón. Tenía una ligera displasia de caderas. Bueno, en las postrimerías de nuestra relación me tocó acompañarla a hospitalizarse, para someterse a la operación que a la postre la liberaría de las muletas. Entonces conocí a un tullido de cuyo nombre jamás me voy a olvidar. Previsto Vargas. Era un tipo de unos 50 años que estaba en la misma habitación que Ana. Eran 2 camas destinadas a los pacientes “en tránsito”, vale decir a los recién ingresados o a los que estaban a punto de ser dados de alta. Ni bien Ana quedó instalada, este tipo saludó cordialmente y se presentó. Previsto Vargas, separado, ex chofer de micros y recientemente cartero, de un día para otro había quedado paralítico de su pierna derecha comenzando una travesía homérica de exámenes y medicaciones sin que se pudiera aún identificar la raíz de su problema. Casi vivía en esas camas “en tránsito”: era diabético y sufría del corazón, de modo que siempre lo estaban trasladando de traumatología a neurología o a cardiología. Llevaba la conversación –o monólogo- con un interés o con una ansiedad que me harían pensar más tarde si acaso el hombre no estaba en el fondo gritando de pavor. Como si hubiésemos entrado en una confianza digna de añosos amigos, agregó risueño y dirigiéndose ahora a Ana, que cualquier cosa mija se la pidiera a él no más, que se sabía todas las “papitas” del hospital: soy cartero, soy sapo profesional, explicó. Y detalló cuánto ganaban las enfermeras y cuánto los paramédicos; cómo lo hacían los pasantes y practicantes para ir al baño y comer en un régimen que los obligaba a trabajar 12 horas de turno sin descanso ni remuneración alguna; de lo simpáticas que eran las estudiantes de enfermera de tal universidad, que justo tendrían turno esa noche en traumatología; y finalmente de la sospechosa relación de la nutricionista con el enfermero jefe, un verdadero latin lover. En ese momento entró una enfermera y recabó información de rutina, tomó la presión y temperatura a Ana y luego le preguntó otros datos. Su peso y preferencias alimentarias, si iba al baño con regularidad o no. Me perturbó saber que Previsto estaba atento a todo ello. Al mirarlo constaté que estaba pendiente de la transparencia del delantal de la enfermera. Entones me miró con complicidad y guiñó un ojo. Mi pensamiento entonces se dirigió a averiguar con qué velocidad podía Ana ser trasladada a otra habitación. Como si hubiese leído mi mente, la enfermera señaló a continuación que pronto iban a derivarla a traumatología, donde se liberaba una cama en el transcurso de la tarde.

No acabábamos de reírnos de buena gana cuando el “Chico” César aprovechó la nueva ronda de cerveza diciendo: yo tengo una mejor. E inmediatamente nos preguntó si sabíamos lo que es un espástico. Ni idea. Espásticos son los que se mueven así, dijo César, y se movió como si tuviese el mal del sambito o algo por el estilo. Supongo que es un problema neurológico, del sistema nervioso central, de no control muscular o algo así. Una enfermedad terrible. En realidad un lector prudente buscará un diccionario para saber con precisión lo que es un espástico, yo me remito a contar el cuento. Dijo César:

Iba solitariamente sentado en un asiento de los de adelante en la micro, cuando al pasar por Alameda con Av. Las Rejas, unos tipos subieron en silla de ruedas a un espástico. Lo acomodaron al lado mío y dijeron al chofer algo que no entendí bien pero que incluía calle Maipú y “una casa en Compañía”. Era claro que el enfermo no podría descender por sus propios medios, y que alguien debería convertirse en el buen samaritano. Pues bien, lo ví venir, esperé que ése alguien no fuese yo, que ése alguien se sentara adelante, al otro lado, atrás mío. No fue así. Cuando ya la micro iba pasando Maipú con Compañía, la moral revolucionaria que nos han inculcado nuestros padres, me hizo decirle al chofer: pare, pare, este compadre se baja aquí. Así que ahí estaba, con el espástico en silla de ruedas y una misión inaudita producto de la poca prisa que tenía aquella mañana de aburridas diligencias. Me dije, bueno, hagamos lo que hay que hacer con el mejor ánimo. Encaré al hombre tratando de descifrar su destino: ¿a dónde va compadre? Su respuesta fue una serie de movimientos y gestos que reflejaban su esfuerzo por comunicarse conmigo. Balbució finalmente un incomprensible: “mmghfffmmghfffUTHA!!!”. Imaginé que el señor iba o al hospital o a alguna casa de reposo de las que hay por el sector. Emprendí la marcha en busca de alguien que conociera al espástico. Pregunté aquí y allá. Cada vez que nos decían “no, no es de aquí”, el también decía “no” moviéndose entero de un lado a otro. Entonces yo volvía a preguntarle ¿a dónde vas? Y el volvía a balbucear “mmghfffmmghfffUTHA!!!”. Tras una hora paseando por la Quinta Normal, la parroquia más cercana y los centros asistenciales, mi moral revolucionaria se había esfumado. Lo último que hice fue tocar la puerta de una casa cualquiera, con la intención de traspasar la responsabilidad. Una señora me atendió y luego de escucharme (sabe, igual llevo una hora y me estoy retrasando demasiado ¿usted no sabe de dónde puede ser este caballero?) comenzó a intentar lo que yo ya había intentado hasta el cansancio. La respuesta seguía siendo “mmghfffmmghfffUTHA!!!”. Su comentario me pareció insulso: qué maldad, cómo lo suben así a la micro. Luego la señora se excusó con que se le quemaba el almuerzo y cerró la puerta definitivamente. Miré al espástico con la cara más elocuente que pude. Supongo que el tipo debe haberse sentido pésimo, peor que yo, no lo sé. Era en realidad una circunstancia que no se la doy a nadie, viejo. De pronto, en una iluminación divina, comprendí sus movimientos. Reparé en que tenía un papel arrugadísimo y sudado en una mano. No me digas que... Le abrí el puño sintiéndome un tarado y leí el papel: “calle Maipú, casa de damas de compañía”. Demoré un instante en comprender. Miré nuevamente al espástico y no conteniendo mi sorpresa exclamé “¿¡vai a putas!?”. El espástico repitió entonces su “MGFUTHA!!! UTHA!!! UTHA!!!” con evidente alegría, saltando en la silla de ruedas. Me dirigí sin más demora a uno de esos cités que al inicio de calle Maipú ostentan la triste fama de ser de los lenocinios más baratos y peligrosos de Santiago. No lo podía creer, pero después de pensarlo, ya en el camino directo, me dije: de más que sí poh, por qué no, si el loco es persona y obvio que necesita culiar. Entonces le pregunté que quién era el irresponsable que lo mandaba así a putas. Esta vez fue claro: “apá”. No crucé ni siquiera una palabra con la primera puta que vi. Lo dejé en sus manos, di media vuelta y partí en busca de un amigo que vive por ahí cerca. No sabís lo que me acaba de pasar, vamos, vamos, por favor acompáñame que necesito tomarme un buen trago, yo invito hueón.

La mayoría de los presentes gozó en buena ley con estas anécdotas, acaso recordando las múltiples lesiones que entre pichanga y pachanga nos hemos ocasionado, desde mi insignificante esguince hasta una ya antigua fractura de tibia de “Kokan”, pasando por supuesto por las constantes luxaciones del “Caballo” Raulazo y del propio “Chico” César, de Rapaz, del Negro, de Parra, y del Ché Sandoval, quien entre risa y risa exclamaba “¡qué hijo de puta! ¡tenés que escribir todo esto!". Así lo hice.